domingo, noviembre 26, 2006

Balances (espacio poético)



(Especial cumpleaños del autor)

Invariablemente los finales de año son tiempos de balances, comerciales y de los otros, los que involucran el alma y las tardes y las aerografías de Marilyn.
Invariablemente acuden a miles de mentes los recuerdos de alguien que se fue, mezclados con las copas de sidra Real, los turrones de maní y los confites. Hora de balances, dicen por ahí, hora de pesar honradamente, consumistamente, lo que ganamos y lo que perdimos en un año de almanaque de papel satinado:

Yo diría que ganamos algunas arrugas (del lado de afuera, y del lado de adentro también), y un poco mas de artritis en el codo izquierdo. Ganamos, si tuvimos bolas para jugarnos, un amor y un olvido, tres morlacos para pan y agua, una gomera usada de Casa Tía, una herida en el medio del pecho y un frasquito de cicatrizante trucho comprado en cualquier farmacia de turno, ganamos una crítica ácida legalizada por la Oficina Postal mas cercana, alguna palmada en la espalda “seguí asi pibe que vas bien”, y tres bolitas plásticas de Singapur (ya no vienen de vidrio como antes).

Fundamentalmente ganamos una sangre nueva, y una agenda en blanco para llenar de garabatos el año que viene, y apostarla por dos pesos en cada mesa de bar y en cada esquina.
Y también perdimos, perdimos unos minutos que fueron días y luego meses, y si no supimos jugarnos por alguna aventura, aunque mas no sea una aventura barata y simple de utilería, perdimos tristemente el tiempo. Un año más diría mi vecino, que es empleado de banco y todos los domingos riega las treintidós plantas de su jardín.
Y continuando con esta vieja y consumista manía de comparar, perdimos lo que no nos animamos a inventar y ganamos todo lo que partió con la prudencia, perdimos de ganar cantidades inmensas de guita en La Bolsa, y ganamos atardeceres y amigos y caminatas y tardes de sol y el mapa del pirata Morgan con la justa para encontrar un gran tesoro, y una secreta confesión del dragón amarillo que habita bajo los puentes de la Cañada.

Ganamos en definitiva trescientos sesenta y cinco centímetros cúbicos de vida bebidos de la incierta cantimplora que nos dieron para cruzar estos extraños parajes, y perdimos todo el líquido que cayó al piso en ese desesperado intento por calmar esta sed ancestral de vivir que nos anida en el alma.

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